Estoy aquí rodeada de maleza de la mano de mi marido. Quisimos celebrar nuestro décimo aniversario visitando el bosque donde surgió nuestro amor, donde mis labios recibieron sus besos y su corazón mis primeras caricias. Allí estaba aquel árbol centenario con nuestros nombres grabados y la fecha de aquel día mágico; en sus raíces aún se puede observar ese pequeño zapato abandonado, y a su lado, el lago que fue testigo de nuestras más íntimas fantasías. Todo parece perfecto pero hay algo que nos perturba. El silencio invade este paraje insólito. Ausencia de vida. Nuestros cuerpos comienzan a deteriorarse. Las cenizas cubren nuestros huesos y el barro entierra todo rastro de nuestro afecto. Ese monstruo mecánico no quiso vernos, no quiso escuchar nuestros gritos de dolor, hizo oídos sordos al desgarro de nuestros miembros. Su capataz mandó arrasar con todo aquello que se interpusiera en su camino, el dinero de esa central nuclear valía más que la vida de dos miembros de Greenpeace que luchaban por mantener a salvo el lugar que les hizo encontrar el amor verdadero.
Ya no hay nada. No hay paisaje. No hay vida. Sólo queda la devastación fruto de la mano del hombre. Sólo queda un nuevo cementerio que hará más profundas las sangrantes heridas del planeta. Desde el cielo lucharemos para que las almas que aún permanecen ahí abajo tomen conciencia de sus actos y cuiden de la madre que les dio la vida, La Tierra, Gaia.
Ya no hay nada. No hay paisaje. No hay vida. Sólo queda la devastación fruto de la mano del hombre. Sólo queda un nuevo cementerio que hará más profundas las sangrantes heridas del planeta. Desde el cielo lucharemos para que las almas que aún permanecen ahí abajo tomen conciencia de sus actos y cuiden de la madre que les dio la vida, La Tierra, Gaia.