martes, 27 de julio de 2010

Siete más uno

Era una noche otoñal, el barrio había sufrido un apagón y el frío invadía los rincones de mi hogar, así que prendí un par leños en la chimenea. La habitación adoptó un color anaranjado mientras el sofá lucía un tono rojizo que se proyectaba en la pared. A pesar del ambiente tan caldeado mi piel seguía erizada, tenía la sensación de que siete ojos me observaban. No paraba de dar vueltas por aquellos doce metros cuadrados e impulsada por el nerviosismo cogí un paquete de cigarrillos que se dejaba entrever en el bolsillo de aquella chaqueta de hombre. Me temblaba el pulso y encendí el pitillo como pude mientras el gato rozaba mi pierna para que lo acariciase. Me senté en el sofá y totalmente ensimismada observé el fuego, aquellas llamas parecían componer la sinfonía de una noche apasionada. Mi peludo amigo se subió a mis piernas y comencé a acariciarlo lentamente, ronroneaba, parecía disfrutar de la suavidad de mis manos recién lavadas. Era tan suave... Pronto dejó de agradecerme las caricias, cesó su ronroneo. Parecía inquieto, pero logré calmar su miedo. Hice que dejase de respirar, estaba alterando mi parsomonia.
Me levanté algo neurótica y me dirigí hacia la cocina. ¡Uffff! Casi me resbalo al pisar algo de textura pegajosa, suponía que sería los restos de comida del gato. ¡Siempre esparciéndolo todo!. No veía nada entre aquellas cuatro paredes, una espesa oscuridad irrumpía el alicatado. Me puse a buscar la linterna en los cajones de la encimera iluminada tan sólo por mi octavo cigarrillo. Dirigí la luz al suelo y ... ¡Menuda sangría! Seguí el rastro con el foco hasta que di con el objeto en discordia, seguidamente tenía un ojo medio reventado mirándome fijamente en mi mano izquierda.
¡Lo encontré! – Exclamé exaltada. Lo había estado buscando durante dos días.
Llena de esplendor y satisfacción fui al comedor.  Encendí un par de velas en la mesa y saludé a mis cuatro comensales que llevaban esperándome paciéntemente más de tres noches. Me senté de anfitriona y di comienzo a la cena, eso sí, después de colocar el ojo en la cuenca de mi padre.

miércoles, 21 de julio de 2010

Demasiado tarde

La quise tanto que cuando ya no estaba en mi vida olvidé todo lo que forjamos. Olvidé esa felicidad que le prometí antes de marcharse, olvidé cómo dar cariño a mis seres queridos, olvidé la comida y me ahogué entre botellas amargas, olvidé ser fuerte y ser un modelo a seguir para mis hijos, olvidé ser padre.
Botella en mano cada noche emborrachaba mis neuronas de alcohol y vinagre para olvidar, para borrar de mi memoria todos los recuerdos bellos en los que salía ella, para borrar las sonrisas de mi pasado, los llantos de mi presente.

Envuelto en una oscuridad total acababa desmayándome ebrio de todo el veneno que corría por mis venas.
Como cada mañana sonaba el timbre. Me despertaba de mis sueños y yo reacio a cualquier estímulo permanecía vacuo en aquel suelo encharcado por mis lágrimas esperando que dejara de sonar. Se hacía el silencio de nuevo y comenzaba esos afónicos llantos en mi cabeza, horas y horas de gritos que no cesaban, que no dejaban que volviera a caer mi cuerpo inerte al frío mármol de mi habitación.

Pasaron días e incluso meses.
El timbre dejó de sonar, desaparecieron los llantos y comencé a reaccionar. Le prometí ser feliz, le prometí que cuidaría de nuestros hijos y miradme, ni tan siquiera fui capaz de cumplir la única promesa que le hice a la mujer que más quise en este mundo, su único deseo antes de marchar, ser feliz por ella.
Me levanté eufórico y con ganas de comenzar a cumplir lo que prometí. Lancé la botella por la ventana y salí de mi guarida como alma que llevaba el diablo, pero ¿dónde estoy? No estaba en casa. 
- ¿Qué hago aquí? ¿Dónde están mis hijos? - Pregunté a una mujer de bata blanca que había por allí.
- Al fin has vuelto con nosotros. - Contestó.
No comprendía que estaba pasando. Aquella joven llamó a seguridad y junto con otro ente de vestimenta tibia me acompañaron a una sala. Me sentaron enfrente de ellos y comenzó mi descenso al infierno.
- ¿No recuerdas nada? - Me preguntaron.
- Sólo el sonido del timbre y un llanto incesante en mi cabeza que dejó de sonar hoy. - Respondí.
- No contestabas a la puerta y sus vecinos se vieron obligados a llamar a la policía debido a los llantos continuos que provenían de su casa y el mal olor tedioso.
- Entonces, ¿todo aquello no era producto de mi imaginación? - Pregunté anonadado.
- No. Lo sentimos mucho. – Me respondió el doctor con voz rota.
- ¿De quién eran esos llantos? ¿Mal olor? Lo entiendo, pues ni tan siquiera me duchaba.
- Eran los de su hijo pequeño al que encontramos muerto en su cuna por falta de cuidados junto con su hijo mayor que yacía en la cama producto de pastillas antidepresivas por verse sólo en esa situación. – Me contestó el policía apáticamente.
En ese momento mi vida acabó.
Preferí autocastigarme y lamentarme olvidando mi deber como padre. Olvidé llevar adelante a la sangre de mi sangre, borré mis recuerdos de forma tan contundente que me deshice de lo que construimos juntos, lo único que me quedaba de ella, mis hijos. Fui egoísta y me sentenciaron a cadena perpetua, a pasar toda mi vida encerrado en este abismo del que ni la muerte me librará pues permaneceré para siempre en el limbo.
Dejé pasar tanto tiempo que cuando quise reaccionar ya era demasiado tarde.
Me llevé a la oscuridad a mi propia familia. Ahora sí tengo motivos para morir de pena.

Hipocresía y su significado

Quiero comenzar resumiendo una breve historia que sucedió hace un par de décadas...

Corrían los años sesenta cuando un joven de a penas veinte años ingresó voluntariamente en un psiquiátrico con la intención de que lo convirtieran en una persona heterosexual; Procedía de una familia ultra-católica y él mismo renegaba de quién era, no quería que sus allegados sufrieran por su "enfermedad" y se avergonzaba de sus gustos sexuales, pues imaginaos toda una vida recibiendo una enseñanza estricta y luego ver que no puedes seguirla por fuerzas mayores. Acompañado por sus padres renegó de su libertad y entró en aquella jaula de paredes blancas y ecos desgarradores que provenían de las habitaciones; Caminó por aquel pasillo que se hacía interminable a medida que avanzaba, sentía que lo habían condenado a muerte, que le esperaba la silla eléctrica. Junto con una enfermera y el loquero que llevaba aquellas instalaciones llegaron al último habitáculo, sombrío, sin alma, sólo un proyector y una silla de metal. Lo ataron de pies y manos y le inyectaron una sustancia que hizo que enfermara de repente (vómitos, diarreas, mareos, sudores) a la vez que lo exponían a una serie de videos de personas homosexuales besándose y fotografías de hombres medio desnudos. Estuvo durante horas expuesto a esa terapia, o mejor dicho experimento forzoso; Cuando lo desataron rogó que le dejaran marchar ya que había ingresado de forma voluntaria y no quería continuar con ese castigo, pero el psiquiatra que llevaba aquel enfermizo experimento hizo oídos sordos y le propinó electro-choks dejándolo medio moribundo. Finalmente cuando abrió los ojos y tras varias lágrimas derramadas en el suelo junto con su propio vómito y excreciones le dejaron firmar su alta y logró salir de aquella cárcel. Aquel día le hizo abrir los ojos, nació así y nadie le haría cambiar a base de torturas, debía ser feliz y escribir las páginas en blanco de su propio destino. Era su vida y nadie la viviría por él, nadie sentiría lo que él siente si reniega de su ser, si reniega de sus alas.

A la semana siguiente el joven ya orgulloso por quién era visitó un local de ambiente con unos

amigos; Estaba bailando cuando se percató de que un hombre aparentemente atractivo sentado en la barra lo miraba con deseo. Nuestro joven pájaro se acercó para conocerlo y para su sorpresa... ¡era su psiquiatra!


Esta historia, que vi en un documental del canal Cuatro sobre la homosexualidad, me hizo ver que la especie humana puede llegar a ser más falsa de lo que había imaginado. Ya no sólo hacen daño a personas que tienen una opinión contraria, sino que hacen daño a sus semejantes para ocultar lo que ellos mismos piensan y no se atreven a decir o hacer. Sé que soy humana pero estos actos me hacen avergonzarme de mi propia especie y desear ser un animal, porque al menos ellos no tienen prejuicios ni maldad.

jueves, 8 de julio de 2010

Vivir para morir

Pensamientos rumiantes que me hacen pensar que no viviré mucho más, moriré pronto.
Qué sentido tiene para mí la vida si no es más que un continuo calvario que no cesa. Todos los días son terriblemente parejos, hoy fue igual que ayer y mañana será igual que hoy, otras veinticuatro horas que no me aportan nada, tan solo lágrimas.
He de reconocer que esta tarde me asomé a ese puente que tanto me gusta y mis pensamientos empezaron a aflorar. Tenía ganas de volar y sentir por última vez la brisa en mi cara, pero aún no era el momento, no estaba preparada. Seguí mi camino con desazón
¿Sabéis esos días en que tenéis esa sensación de vacío, tristeza, desesperanza y melancolía que te llevan a pensar en lo peor? Ese es el sentimiento que inunda mi vida día tras día hasta donde alcanza mi memoria. Nunca he sido feliz por más que lo haya tenido todo, siempre hay algo que me entristece y me hace desear morir, de hecho, sueño que muero pero justo en ese momento despierto y lloro porque sólo ha sido un sueño.
Ni os imagináis las innumerables veces que he intentado ser optimista y pensar que el año que viene me irá mejor y comprobar que es peor que el anterior, que esto no tiene fin, que no me lleva a ninguna parte. Acabo deseando que me pase por encima un vehículo al cruzar el paso de cebras. Deseo ser capaz de subirme a la barandilla de ese puente y echar a volar, deseo que una bala perdida me atraviese la frente, que un desconocido me empuje por un acantilado, que me caiga en la cabeza accidentalmente una maceta desde la ventana, que deje de latir mi corazón de la pena, deseo morir.
Quizás penséis que he de estar orgullosa por ser quién soy, por estar donde estoy y por tener a la gente que tengo a mi alrededor, y lo estoy, sólo que no quiero vivir. Nunca entenderéis lo que pasa en mi mente, porque no lo comprendo ni yo. Nací sin motivación, sin esperanza, siempre he sido así, depresiva. Vivo con el deseo constante de que llegue mi hora.
Sé que viviré más años de los que me gustaría, pero no creáis que serán muchos más. Si sigo así quién sabe quizás mañana ya no esté aquí, pero no lloréis, sonreíd, porque al menos habré conseguido ser feliz.