miércoles, 21 de julio de 2010

Demasiado tarde

La quise tanto que cuando ya no estaba en mi vida olvidé todo lo que forjamos. Olvidé esa felicidad que le prometí antes de marcharse, olvidé cómo dar cariño a mis seres queridos, olvidé la comida y me ahogué entre botellas amargas, olvidé ser fuerte y ser un modelo a seguir para mis hijos, olvidé ser padre.
Botella en mano cada noche emborrachaba mis neuronas de alcohol y vinagre para olvidar, para borrar de mi memoria todos los recuerdos bellos en los que salía ella, para borrar las sonrisas de mi pasado, los llantos de mi presente.

Envuelto en una oscuridad total acababa desmayándome ebrio de todo el veneno que corría por mis venas.
Como cada mañana sonaba el timbre. Me despertaba de mis sueños y yo reacio a cualquier estímulo permanecía vacuo en aquel suelo encharcado por mis lágrimas esperando que dejara de sonar. Se hacía el silencio de nuevo y comenzaba esos afónicos llantos en mi cabeza, horas y horas de gritos que no cesaban, que no dejaban que volviera a caer mi cuerpo inerte al frío mármol de mi habitación.

Pasaron días e incluso meses.
El timbre dejó de sonar, desaparecieron los llantos y comencé a reaccionar. Le prometí ser feliz, le prometí que cuidaría de nuestros hijos y miradme, ni tan siquiera fui capaz de cumplir la única promesa que le hice a la mujer que más quise en este mundo, su único deseo antes de marchar, ser feliz por ella.
Me levanté eufórico y con ganas de comenzar a cumplir lo que prometí. Lancé la botella por la ventana y salí de mi guarida como alma que llevaba el diablo, pero ¿dónde estoy? No estaba en casa. 
- ¿Qué hago aquí? ¿Dónde están mis hijos? - Pregunté a una mujer de bata blanca que había por allí.
- Al fin has vuelto con nosotros. - Contestó.
No comprendía que estaba pasando. Aquella joven llamó a seguridad y junto con otro ente de vestimenta tibia me acompañaron a una sala. Me sentaron enfrente de ellos y comenzó mi descenso al infierno.
- ¿No recuerdas nada? - Me preguntaron.
- Sólo el sonido del timbre y un llanto incesante en mi cabeza que dejó de sonar hoy. - Respondí.
- No contestabas a la puerta y sus vecinos se vieron obligados a llamar a la policía debido a los llantos continuos que provenían de su casa y el mal olor tedioso.
- Entonces, ¿todo aquello no era producto de mi imaginación? - Pregunté anonadado.
- No. Lo sentimos mucho. – Me respondió el doctor con voz rota.
- ¿De quién eran esos llantos? ¿Mal olor? Lo entiendo, pues ni tan siquiera me duchaba.
- Eran los de su hijo pequeño al que encontramos muerto en su cuna por falta de cuidados junto con su hijo mayor que yacía en la cama producto de pastillas antidepresivas por verse sólo en esa situación. – Me contestó el policía apáticamente.
En ese momento mi vida acabó.
Preferí autocastigarme y lamentarme olvidando mi deber como padre. Olvidé llevar adelante a la sangre de mi sangre, borré mis recuerdos de forma tan contundente que me deshice de lo que construimos juntos, lo único que me quedaba de ella, mis hijos. Fui egoísta y me sentenciaron a cadena perpetua, a pasar toda mi vida encerrado en este abismo del que ni la muerte me librará pues permaneceré para siempre en el limbo.
Dejé pasar tanto tiempo que cuando quise reaccionar ya era demasiado tarde.
Me llevé a la oscuridad a mi propia familia. Ahora sí tengo motivos para morir de pena.

3 comentarios :

  1. Un relato muy triste. Muestra cómo una persona puede caer en la trampa del egoísmo y pensar sólo en su dolor, sin caer en la cuenta de que los demás también lo sienten, y además se sienten desemparados.
    Muy bueno. Felicidades.

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    1. Muy buena conclusión María.
      Gracias por tu aportación y gracias por no olvidar esta entrada ausente de comentarios. Has sido única amiga mía.

      Un besito y feliz día de los enamorados.

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  2. ¡Cojonudo! Me encantan las historias trágicas y además dejas una moraleja. El dolor propio nos ciega. Otra venda de tantas que hay que quitar antes de que sea demasiado tarde...
    Es un relato que incluso me deja un escalofrío.

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