lunes, 15 de octubre de 2012

Carta de amor - Cierra los ojos

 Consuelo Eterno
C/ Esperanza, nº 2
CP/ 25120

En Los Ángeles a 1 de noviembre de 1994

Hoy te escribo antes de partir, hoy que aún me quedan fuerzas para despedirme de ti.

Me enamoré nada más verte, eso ha sido obvio durante todos estos años.
Tus grandes ojos azules me hechizaron y tu tez blanca como la perla sedujo mis entrañas. El destino decidió que fueses para mí y te alojó en mis brazos. Eras tan hermoso y tan puro que no pude apartar la mirada de ti, no pude ignorar el bello cosquilleo que avivabas en mi vientre. Tu olor, tu tacto y timbre de tu voz provocaron que decidiera hacerte mío sin tan siquiera titubear. Sí, lo tenía muy claro, no podía dejar pasar esa oportunidad que me regalaba la vida para ser feliz y sentirme completa.
    
Han sido muchos años los que hemos pasamos juntos. Han sido decenas de lágrimas, cientos de sonrisas y mil anécdotas. Hemos compartido el mismo amanecer, el mismo anochecer, e incluso la misma cama. Caminamos durante un largo tiempo por el mismo sendero, nuestros caminos nunca se desviaban.
Crecimos juntos. Tú me aportabas conocimientos nuevos y yo te respondía con mi sabiduría. Paseaba por la calle agarrada de tu mano. Comíamos juntos. Íbamos al cine. Dormíamos abrazados en el sofá dándonos calor en las noches más frías. Te cuidaba cuando caías enfermo y me mimabas cuando veías que mis fuerzas se debilitaban. Éramos dos en uno. Yo era tu hombro sobre el que llorar y tú eras mi razón de vivir. Como el sol a la mañana nos necesitábamos para vivir. Éramos luna y noche, sol y día, lluvia y río, alumno y maestro, dos pilares que necesitan el uno del otro para existir.
Tus caricias, tu aroma, tu llanto, tus ruiditos cuando dormías y tu personalidad, me hacían despertar con gran tesón y siempre deseaba volver pronto a casa para deleitarme con tu agradable compañía. Eras y eres único, especial, mi segunda mitad, sólo y por siempre mío.

Los años pasaban y todo parecía ir sobre ruedas pero olvidamos algo muy importante, el tiempo no perdona a nadie, la inmortalidad no existe.
Hemos tentado a la suerte, mi reloj está a punto de marcar sus últimas horas y sigo agarrada de tu mano, no quiero soltarla, no quieres soltarme. Ojalá pudiera parar el tiempo y hacer de este momento algo eterno, pero lamentablemente no puedo ir en contra de la naturaleza, hoy he de decirte adiós, quizás hasta pronto. 
Sin apenas darnos cuenta mi tiempo aquí ha finalizado. Es ley de vida que tú vivas y yo muera. Envejecí a tu lado, te enseñé todo lo que estuvo en mi mano para que te hicieras un hombre fuerte y honrado. Mi cuerpo arrugado y marchito me suplica descansar. He de marcharme y dejar que sigas avanzando solo.
Terminé el libro de mi vida, pues ya no me quedan más páginas que rellenar, lo acabé contigo. Sin embargo, tú aún tienes páginas suficientes para seguir escribiendo tu historia, aún tienes tiempo para enamorarte por segunda vez y la obligación de trasmitir tu sabiduría a otro pequeño ser puro de tez blanca y grandes ojos azules. Aún te queda sentir las mariposas en el vientre al ver nacer a tu hijo, cogerlo en los brazos y sentir que es tuyo, sólo y por siempre tuyo. Te queda mucho por vivir hijo mío, te quedan muchas anécdotas que compartir.

Te ruego que no llores cuando mi cuerpo no esté presente. No llores cuando mi alma se vaya lejos. No pienses de qué forma me abrazarás cuando no puedas tocarme. No imagines de qué forma me oirás cuando mis palabras no surquen tus vientos. No sufras por echarme de menos. Sonríe por el hecho de haber compartido toda una vida a mi lado y sonríe por haber llenado tu mente de mis recuerdos.  Valora todo lo que has vivido junto a mí y nunca tendrás que añorarme, valora hasta nuestros últimos días juntos y siempre estaré a tu lado, protegiéndote y velando por ti.
Las personas buenas y amadas no se van, no se pierden, no se echan de menos ya que siempre están y estarán ahí, en tu memoria, en tus pensamientos y en tu corazón. Querido hijo, cuando me necesites cierra los ojos y volverás a estar conmigo.

Siempre serás mi niño.
Te ama, mamá.


lunes, 1 de octubre de 2012

Un triunfo amargo

Desde las gradas observo ensimismada el partido. Tan sólo quedan dos minutos para su final y ambos equipos permanecen empatados. El ambiente se vuelve hostil; el público abuchea a los jugadores, el entrenador escupe una gran verborrea digna de estudio, los suplentes parecen estar poseídos y el árbitro comienza a difamar. En una esquina permanece casi inerte un jugador que resalta por su baja estatura y su extrema delgadez. Podría decirse que es el bufón del equipo; ese al que abuchean, ridiculizan y olvidan que existe cuando todos regresan a casa. En un desesperado intento por hacer cambiar la opinión de todos los allí presentes comienza a correr como nunca lo había hecho, algo sobrehumano había despertado en él. Con gran rabia consigue rescatar el balón, toma impulso saltando sobre la espalda de un compañero y anota el tanto del triunfo. Los espectadores se vuelven loco con él; le ovacionan, le tiran flores y reclaman su nombre, Pero nada pueden hacer para reavivar su débil y triste corazón que dejó de latir antes de tocar el suelo.