A LA ATT. DE ARTURO GAVILÁN
C/ San Valentín, nº 14
29647 | Málaga
Querido Arturo, dicen que nunca es tarde para decir lo que sientes.
¿Recuerdas cuando nos conocimos? Apenas teníamos siete años. Te vi en el patio del recreo sentado solo en aquel columpio viejo y oxidado; no te balanceabas, permanecías inerte; tenías una mirada perdida, quizás pensativa, tan profunda que llamó mi atención y no pude evadir ese sentimiento de empatía. Me acerqué por curiosidad y me senté a tu lado sin pronunciar palabra. Una sonrisa recíproca y sincera bastó para crear un vínculo de amistad inmediato que nunca se rompería, una complicidad inexplicable que escapaba a nuestro propio entender y aún sigue escapándose.
Con el paso del tiempo forjamos un lazo afectivo irrompible, éramos dos en uno, no nos hacía falta hablar para saber lo que pensábamos, con una mirada lo decíamos todo.
Los años pasaban y nuestros cuerpos y mentes maduraban.
Tú, sumergido en innumerables relaciones esporádicas que no acababan de cuajar, no te llenaban y no sabías el por qué; yo, retraída en mi mundo de celos por ti, me gustabas y tenía que conformarme con ser el hombro en el que llorabas tras tus numerosas rupturas.
Sabes, pasó toda nuestra adolescencia y no te hice ver que te amaba, pues tenía miedo de besarte y que me rechazaras, que me besases y me gustara, tenía miedo de querer más de ti y que te alejaras, que se acabara nuestra conexión y desaparecieras de mi vida. Seguían pasando los inviernos y mantenía reprimidos mis sentimientos hacia ti. A veces imaginaba que te sucedía lo mismo que a mí, que no dabas un paso adelante en nuestra relación por miedo a estropearla y perderme como amiga, que eludías los besos en la comisura por miedo a desviarlos hacia mis labios. Sí, eso creía y deseaba.
Hace un par de días me levanté de la cama eufórica. Tenía la necesidad de gritar a los cuatro vientos que estaba enamorada de ti, además, se acercaba San Valentín y ambos estábamos solteros y sin compromiso. No lo pensé dos veces; cogí el teléfono y te llamé con la excusa de cenar juntos el 14 de febrero para celebrar los veinte años de nuestra bonita amistad, una mentira piadosa para pasar contigo ese romántico día y decirte “te amo”.
Y por fin llegó el día. Mis nervios comenzaron a aflorar sólo de pensar en esa cena tan especial, tú y yo solos con la única compañía de las velas y la luna llena. Llegó el momento. Entusiasmada saqué toda mi ropa del armario para decidir qué galas iba a lucir. No te rías de mí, pero me sentía como una niña a la espera de su primer encuentro amoroso, con ese brillo especial en los ojos y los nervios a flor de piel.
Cayó la noche y por fin escogí lo qué llevaría puesto para nuestra primera cita; un vestido ajustado de color rojo, unos tacones de salón, un reloj dorado y una americana beige. Estaba ansiosa por escuchar el timbre que anunciaría tu llegada... De repente sonó el teléfono, ese maldito teléfono.
He aquí el que iba a ser mi gran día, vestida de luto y con el lápiz de ojos corrido. Ese conductor borracho no frenó a tiempo, dice que no te vio. He tenido que presenciar cómo desaparecías entre la tierra y el mármol, cómo te arrebataban de mi lado y cómo perdía una parte de mi esencia para darme cuenta de que dejé pasar demasiado tiempo.
Sobre tu tumba yace inmóvil mi alma arraigada en tu recuerdo. Apenas me quedan fuerzas para escribir estas últimas palabras de despedida, las pastillas me están haciendo efecto y a duras penas puedo mantener el bolígrafo sobre el papel. Mis ojos se cierran poco a poco y mi cuerpo desvanece lentamente en el frío mármol que oculta tu efigie. Ha llegado la hora, pronto volveré a estar junto a ti y al fin podré decirte “te amo”.
Porque ni la fría muerte logrará separarnos.
Tu amada amiga.