lunes, 16 de abril de 2012

Una pesadilla factible

Paseo de madrugada junto a mi perro por calles apartadas, con música en mis oídos y con mirada cansada. De repente, dos indigentes con aspecto demacrado se acercan a mi persona suplicándome limosna. Yo jamás pierdo el tiempo en otorgarles ni un céntimo, no quiero que gasten mis ahorros en drogas y vino, si acaso les ofrezco mi desayuno como buena ciudadana que soy, pero evidentemente a las dos de la noche no tengo ningún tipo de alimento que ofrecerles. No me demoro más y sigo avanzando por este callejón. Mientras escucho mis canciones de épica clásica pienso, imagino y reflexiono acerca de las vidas tan inmundas que han debido llevar estos pobres desgraciados para quedarse en la puta calle, para que ni un solo familiar los acoja en sus hogares, ni un amigo, ni un conocido, nadie. ¡A la puta calle!

Cuando alguien cae en las drogas y en el alcoholismo, cuando alguien ha robado y ha sido un maltratador, un mal padre, un mal hijo, cuando alguien ha estafado a su mejor amigo y niega la verdad, cuando ha rechazado la ayuda de sus allegados y no ha sabido pedir perdón, entonces ese inepto es cuando se queda a la intemperie con la única compañía de su sombra. Nadie quiere hacerse responsable de esas personas que tanto odio han cosechado cuando lo tenían todo. Los que antes eran sus confidentes ahora los olvidan, olvidan que un día compartieron el mismo techo, la misma comida, los mismos besos. Se han quedado solos, durmiendo en cartones malolientes y defecando las mierdas de sus vidas pasadas en cacerolas oxidadas. ¿Sabéis qué? No me entristecen, cada uno tiene lo que se merece. Si no hubieran malgastado el dinero en alcohol y drogas, si no hubieran robado, si hubieran sido unos buenos padres y unos buenos hijos, si no hubieran estafado, si hubiesen sabido pedir ayuda y pedir disculpas, ahora no serían escombros olvidados en las esquinas de las iglesias, en parques, en hospitales y en los bancos de tu barrio.
¡Guau! ¡Guau! El ladrido de mi perro disipa mi lapsos crítico. Vuelvo a la realidad.
La oscuridad de la noche oculta la maldad de esta tierra infame, oculta los restos de agujas con SIDA y condones usados, oculta los restos humanos de vidas pasadas, oculta la cruda realidad. Yo, una persona más entre tantas, me limito a observar el panorama que me ofrece este ambiente lúgubre.
Prostitutas medio desnudas ofrecen su cuerpo a cambio de cincuenta míseros euros. Yonkis escuálidos con un pie casi en la tumba esperan en cada esquina a sus camellos para comprar unos tristes gramos de cocaína o heroína. Un proxeneta arrastra de los pelos a una de sus putillas por todo el descampado y la obliga a hacerle un trabajito gratis. Un coche de policía pasa por al lado de un grupo de transexuales y las suben al coche, y no precisamente para llevarlas a comisaría. Adolescentes inexpertos deambulan por el infierno esnifando pegamento y buscando alguien que tenga cocaína para vender. A lo lejos, veo a un compañero de trabajo pagando a un chapero menor de edad y regresando a su vehículo como si no hubiera pasado nada, ¡me repugna! A su vez, sale de un callejón un vecino mío, padre de familia, después de haber echado una canita al aire con una mujer de vida alegre que no parece ser muy limpia, además, se va sin pagarle y la tira al suelo de una bofetada. No puedo creer que gente de mi propio entorno carezca de escrúpulos y se aproveche de los más indefensos y necesitados, no puedo creer que sean tan ruines y déspotas. No puedo creer que conviva con ellos.
El paisaje es desolador, no se respira ni un hálito de humanidad. No quiero que este espectáculo bochornoso se extienda por los alrededores de mi ciudad, debemos exterminar el carnaval de sodoma y gomorra de la faz de la tierra y así crear un mundo en el que podamos respirar y vivir en paz. Tengo que despertar de esta pesadilla.