viernes, 29 de junio de 2012

ESPERANDO AL AMANECER

Abrí los ojos y aún no había amanecido. La oscuridad de la noche no me permitía dilucidar los objetos de mi habitación y el silencio del ambiente me envolvía de nuevo en un cálido sueño. Quién sabe cuanto tiempo pasaría mientras soñaba con ángeles y orgías pero volví a despertarme al cabo de un rato y la oscuridad aún me invadía, el silencio me acompañaba y mi cuerpo tumbado yacía en mil almohadas.
Mientras esperaba que los rayos de sol entraran por las rejillas de mi persiana seguía viviendo aventuras inverosímiles en el mundo de los sueños y las pesadillas. Durante un instante fui un honorable caballero de armadura dorada en busca de su amada, hasta que sobre mi caballo blanco crucé el puente para entrar al castillo y me convertí en un personaje de videojuegos. Ahora apenas medía un metro veinte y mi piel de escamas verdosas se cubría, era un pequeño dragoncito que debía saltar de columna en columna para salvar a su bella reina, una dragona rosa de escamas plateadas. Tuve que enfrentarme con un gran robot metálico y cuando éste fue destruido salí ipso facto de la pantalla de la televisión para recuperar mi efigie natural.
Ahora era un butanero. Trajeado con pantalones grises y una camisa naranja trasportaba sobre mis hombros dos bombonas de butano para entregárselas a una señora de esbelta figura que subiéndose delicadamente el picardías de seda que tapaba sus apreciadas nalgas se insinuaba ante mi persona. Evidentemente no me resistí, sucumbí a sus encantos y me abalancé sobre ella como el cazador a su presa. La besé con intensidad y arrime mi entrepierna a sus caderas, estaba apunto del clímax. De repente, un estruendo interrumpió el tórrido momento; giré la vista hacia la ventana y en lo más alto de una torre rodeado de suciedad y ratas prisionero me encontraba. El desasosiego me superó; quise saltar al vacío para escapar de allí, entonces regresé a la vigilia.
Debían haber pasado tan sólo cinco minutos desde que conseguí dormir un poco, pues aún no había amanecido. Todo negro a mi alrededor, un mutismo aterrador y demasiado calor. Comenzaba a agobiarme. ¿Sería este mes de Agosto que no me permitía dormir del tirón? Mis párpados sudaban y mi cuerpo se había fundido en las sábanas como si fuera hierro en llamas. Daba vueltas en la cama sin espacio suficiente para encontrar un rincón fresco, la ansiedad me desvelaba y mi mirada al techo se dibujaba.
Esperando al amanecer mi mente, junto con su gran sapiencia (y no peco de vanidad), se puso a pensar, a imaginar, a crear. Comenzó a diseñar un mundo ideal, ya que a lo largo de mis veinticinco años de vida no había conseguido ser feliz, sólo lágrimas resumían la trayectoria del paso de mis días. Imaginé ser el protagonista de una novela épica que en sus andanzas jamás moriría, ganaría batallas y de honores me colmarían, conocería al amor de mi vida y con ella cinco hijos tendría, dos niños y dos niñas, preciosos como su madre e inteligentes como su padre. Imaginé que viviría hasta los ciento cinco años y que vería nacer a mis tataranietos y morir a mis hijos, sería un hombre fuerte que fallecería de vejez con la cabeza bien alta, orgulloso por su legado y su mandato.
También me imaginé siendo un auténtico vividor del siglo XIX, o lo que es lo mismo, un completo Don Juan; viviría al puro estilo de Edgar Allan Poe, fumando opio, yendo de putas y drogándome hasta la saciedad, eso sí, sin perjudicar a nadie. Viviría mi vida al límite, tendría algún negocio fructífero y sentaría la cabeza a los cuarenta años de edad para luego morir con cincuenta y seis pero satisfecho con todo mi recorrido vivido.
¡Buff! Seguía sin conciliar el sueño. La ausencia de claridad y el tic tac de mi reloj de muñeca me estaban matando de hastío. ¡Qué se haga de día YA! Las horas se demoraban demasiado y mi paciencia se había agotado. Era hora de levantarse del nidito de amor y hacer algo productivo, por ejemplo, pintar un lienzo o sacar a pasear al perro. Cuál fue mi sorpresa que cuando intenté incorporarme mi cabeza chocó contra algo, mis brazos no tenían espacio para alcanzar el interruptor de la luz y no podía girar mi cuerpo pues el reducido espacio de donde quisiera que estaba no me lo permitía. No encontraba la salida; me atinaba encerrado, tapiado, enclaustrado.
Comencé a palpar con mis manos los cuatro muros de los que me veía rodeado. Madera de pino, fría como un témpano y lisa como los voluptuosos glúteos de mi última pareja. Las sábanas eran muy suaves y bastante acolchadas, de ellas sobresalían unos pequeños bultos, seguramente los botones de las costuras. En un lateral noté el frío metal de lo que parecía ser una bisagra bien cerrada. ¡Me habían enterrado vivo! ¿Por qué? Quizás sufrí un ataque de catalepsia y no se percataron para mi desgracia de ese problema, o puede que mi depresión me aislara tanto de la realidad que provocó que mi alma abandonara mi cuerpo prematuramente. Dejé escapar mis juventud y no le di una oportunidad a mi futuro. ¡Socorro! ¿Hay alguien ahí? ¡Ayuda! No quería morir, de esa forma no. Intenté abrir el ataúd con la punta de mis pies y los nudillos de mis puños, pero todo fue en vano. Dejé clavadas mis uñas en la dura madera, la sangre salía a borbotones de mis dedos, los huesos de mis manos se partieron y el ambiente tosco comenzaba a dejarme sin aliento. Vociferé durante horas, quizá días. Mi cuerpo se debilitó. Grité. Lloré. Supliqué. Imploré. Hasta hice un pacto con el diablo pero de nada sirvió. Me rendí. Mis ojos llenos de tristeza exhalaron su último adiós y esperando al amanecer nunca se cerraron.